El Báb - El Heraldo de la Fe Bahá'í
(1819 – 1850)
“La oración más aceptable es la ofrecida con la máxima espiritualidad y resplandor; su prolongación no ha sido ni es bienquista de Dios. Cuanto más pura y desprendida sea la oración, tanto más aceptable es la presencia de Dios”.
El Báb
Durante una noche primaveral de 1844, tenía lugar una conversación que presagiaba una nueva era para la raza humana. Un comerciante persa le anunciaba a un viajero en la ciudad de Shíráz que Él era el Portador de una Revelación Divina que estaba destinada a transformar la vida espiritual de la humanidad. El nombre del comerciante era Siyyid ‘Alí-Muḥammad, conocido históricamente como el Báb, que significa “la Puerta”.
“Despójate de todo apego a cualquier cosa que no sea Dios, enriquécete en Dios prescindiendo de todo lo demás, excepto de Él, y recita esta oración: Di: Dios satisface todas las cosas por sobre todas las cosas, y nada en los cielos o en la tierra o en lo que hay entre ambos satisface más que Dios, tu Señor. En verdad, Él en Sí mismo el Conocedor, el Sostenedor, el Omnipotente”.
Dalá’il-I-Sab’ih, Selección de los Escritos del Báb, p.145
La mitad del siglo XIX fue uno de los períodos más turbulentos de la historia del mundo. Estaban en marcha dos grandes revoluciones: en Occidente, la revolución industrial desafiaba las pautas de vida, relaciones y condiciones sociales que habían permanecido casi inalteradas durante siglos. En Oriente, nacía una revolución espiritual, despertando a las masas que permanecían en estado de ignorancia, superstición y temor.
En todo el mundo, la gente sabía que despertaba a una nueva época. Los cristianos y musulmanes por igual creían que la llegada del Prometido era inminente. Muchos se preparaban para buscarlo y oraban fervientemente para poderle reconocer.
Un alma que emprendió una búsqueda que cambió su vida fue el joven erudito llamado Mullá Husayn. Se sentía atraído como por un imán, a Shíráz – una ciudad reconocida por el perfume de sus rosas y el canto de los ruiseñores. La noche del 22 de mayo de 1844, al acercarse a la puerta de la ciudad, fue recibido por un joven radiante que portaba un turbante verde. El extraño saludó a Mullá Husayn como si fuera un amigo de toda la vida.
“El Joven que me recibió fuera del portal de Shíráz me abrumó con expresiones de afecto y amabilidad,” recordaba Mullá Husayn. “Me extendió una cálida invitación a que visitara Su hogar y me refrescase tras las fatigas del camino.”
Los dos hombres pasaron la noche entera inmersos en una conversación. Mullá Husayn quedó asombrado al descubrir que cada una de las características que buscaba en el Prometido se encontraban manifiestas en este joven. A la mañana siguiente, antes de partir muy temprano, su Anfitrión le dirigió estas palabras: “¡Oh tú quien eres el primero en creer en Mí! En verdad te digo, soy el Báb, la Puerta de Dios…Al principio dieciocho almas deben, de forma espontánea y por propia iniciativa, aceptarme y reconocer la verdad de Mi Revelación”.
Varias semanas después de la declaración del Báb, diecisiete personas más, espontáneamente y por sus propios esfuerzos, habían reconocido Su estación, renunciado a las comodidades y seguridad de su forma de vida anterior, y, desprendidos de todos los apegos, habían partido con la misión de diseminar Sus enseñanzas. Estos primeros dieciocho seguidores del Báb llegaron a conocerse colectivamente como las “Letras del Viviente”.
Una de ellas, la poetisa Táhirih, estaba destinada a desempeñar un papel importante en la ruptura con el pasado, y lanzó un llamado a la plena igualdad entre la mujer y el hombre. El último miembro del grupo que recibió el título de Quddús –que significa “El Más Sagrado”– exhibió tal nivel de devoción y valor que llegó a ser el más apreciado de las Letras del Viviente.
Las palabras que brotaron de los labios del Báb aquella noche abrumaron a Mullá Husayn. El Báb exhibía una sabiduría innata que, desde que era un niño, había logrado asombrar a su familia. “No debe ser tratado como un niño cualquiera,” les había dicho Su maestro, “…en verdad, no tiene necesidad de maestros como yo”.
El Báb, que nació en Shíráz el 20 de octubre de 1819, fue la puerta simbólica entre las épocas pasadas de profecía y una nueva edad de cumplimiento del destino del mundo. Su propósito principal era que la gente se volviera consciente del hecho de que había comenzado un nuevo período en la historia humana, que presenciaría la realización de la unidad de la humanidad en un nuevo orden mundial. Este gran día se establecería a través de la influencia de un Educador divinamente inspirado, designado por el Báb como “Él que Dios hará manifiesto”. Su propia misión, afirmó el Báb, era la de anunciar la llegada de este Mensajero de Dios. En un lenguaje profundo y tierno, el Báb explicó que el nuevo Mensajero inauguraría una época de paz y justicia que era la esperanza de todo corazón ansioso y la promesa de cada religión. El Báb llamó a sus seguidores a difundir este mensaje en todo el país y a preparar a la gente para este tan anhelado día.
La vasta y desafiante afirmación del Báb despertó la esperanza y emoción de la gente de todas las condiciones sociales. Si bien algunos de los clérigos musulmanes más importantes aceptaron la afirmación del Báb, muchos otros se sintieron inseguros y amenazados por la creciente influencia del Báb y temieron que sus posiciones atrincheradas de privilegio y autoridad fueran amenazadas por el empoderamiento del pueblo. Denunciaron las enseñanzas del Báb como una herejía y se levantaron con odio feroz a destruirle a Él y a Sus seguidores. Ardió la controversia en las mezquitas y colegios, en las calles y bazares de todo el país. El gobernador de Shíráz ordenó el arresto del Báb. Sin embargo, la misma noche de su detención, brotó una epidemia de cólera que mató a veintenas de personas. Un oficial de policía cuyo hijo fue sanado milagrosamente por el Báb, suplicó al gobernador que lo liberara.
A cambio, el Báb fue desterrado –de ciudad en ciudad, de prisión en prisión. Pero ninguno de los planes de Sus enemigos pudo impedir la diseminación de Su influencia. En todos los lugares a donde era enviado, Su gracia y la atracción magnética de Su personalidad se ganaban la admiración de los líderes cívicos y de la gente. Los endurecidos gobernadores de las prisiones y los soldados que le vigilaban se convertían en Sus seguidores. Cada vez más, convencidos de que estaban extinguiendo la llama de Su influencia, las autoridades solo agregaban combustible a Su luz vitalizadora. Con el tiempo, la popularidad del Báb creció tanto que algunos sacerdotes notables apelaban al gobierno para que lo ejecutaran. Aislados de su líder, los bábíes se defendían valientemente de toda la fuerza del estado que se había confabulado para destruirles. Miles de Sus seguidores –hombres, mujeres y niños– sufrieron muertes crueles y brutales.
En 1850, Mírzá Taqí Khán (Gran Visir de Násiri’d-Dín Sháh) ordenó la ejecución del Báb. Cuando llegaron los guardias para llevarle el día de Su ejecución, el 9 de julio, el Báb les dijo que ningún “poder terrenal” le podía silenciar mientras no hubiera terminado todo lo que tenía que decir. Miles se aglomeraron en los techos que dominaban la plaza del cuartel en Tabríz donde el Báb debía ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Bajo el calor intenso del sol de mediodía, fue suspendido con sogas contra la pared del cuartel, junto con un joven seguidor. Un regimiento de 750 soldados abrió fuego en tres descargas sucesivas. Una vez que se dispersó el polvo y el humo de la pólvora, se vio que el Báb había desaparecido. Solo quedaba su compañero, vivo e ileso, parado junto a la pared desde la cual se les había suspendido. Solamente las cuerdas con las cuales habían sido colgados habían sido cortadas. Después de una búsqueda, encontraron al Báb en su celda, continuando la conversación con Su secretario que antes había sido interrumpida.
“Podéis obrar como gustéis” les dijo el Báb a Sus captores. Nuevamente fue llevado a la ejecución. Después de que el primer regimiento se rehusara a disparar, se ensambló otro y le ordenaron que disparara. Esta vez los cuerpos del Báb y de su joven discípulo fueron destrozados. Un torbellino de polvo envolvió la ciudad, cubriendo la luz del sol hasta el anochecer.
En 1909, después de haber sido ocultados durante más de medio siglo, los restos del Báb finalmente fueron enterrados en el Monte Carmelo en la Tierra Santa. Hoy, sepultado en un Santuario exquisito de cúpula dorada, circundado de jardines y fuentes espectaculares en forma de terrazas, el Báb descansa en gloria notable como símbolo del triunfo de la Causa que había anunciado, a pesar de la oposición más feroz. En todo el mundo, millones de personas reconocen al Báb como el Heraldo divinamente inspirado de la Fe bahá’í y acuden reverentemente a Sus Escritos para descubrir la “resplandeciente Luz de Dios”.
“Yo soy el Punto Primordial a partir del cual han sido engendradas todas las cosas. Yo soy la Faz de Dios Cuyo esplendor nunca podrá ser oscurecido, la Luz de Dios, Cuyo brillo nunca se empañará…”
Epístola dirigida a Muhammad Sháh, Selección de los Escritos del Báb, p.30
Bahá’u’lláh – El Educador Divino
(1817-1892)
Explorar otros temas de
Enseñanzas Bahá’ís