Las transformaciones que habrán de conducir al establecimiento de la unidad de la humanidad forman parte de un proceso orgánico y son comparables con las que ocurren en la vida del individuo.
En los escritos bahá’ís se menciona que “…existen períodos o etapas en la vida del conjunto del mundo de la humanidad, la cual en un momento pasó a través del grado de la infancia, en otro momento por el grado de juventud, pero ahora ha entrado en su largamente presagiado período de madurez, cuyas evidencias son visibles y manifiestas en todas partes…Las generosidades y gracias del período de juventud, aunque oportunas y suficientes durante la adolescencia del mundo de la humanidad, son ahora incapaces de llenar las necesidades de su madurez”.
Sería ingenuo pensar que tales transformaciones vayan a ocurrir de manera fácil y apacible. Como ocurre en la etapa de la adolescencia en el ser humano, que es el requisito para la entrada a la etapa de su pleno desarrollo, el período presente de la humanidad podría catalogarse como turbulento, lleno de energías sin cauce y de comportamientos inconsistentes y aun rebeldes. Pero, también, es el período en el que se despierta con vigor el idealismo, en que se persiguen causas nobles, y es el período de grandes posibilidades y realizaciones.
El paso de la adolescencia a la madurez se puede entender en términos de estos dos procesos paralelos: uno de desintegración y otro de integración. Estos dos procesos paralelos son inherentes a todo cambio profundo: para que un árbol pueda surgir, la semilla debe sufrir varias transformaciones, sacrificando así su forma original; para que un ave pueda nacer, es preciso que el huevo se pudra primero y luego se rompa. En cada evento que sucede en el mundo de hoy, los dos procesos de integración y desintegración están siempre en acción. Cada individuo tiene la opción de elegir conscientemente a cuál de los dos dedica sus energías y talentos.