La Unidad como principio vital
“Tan potente es la luz de la unidad que puede iluminar toda la tierra”.
Bahá’u’lláh
Más que una mera tolerancia ante las diferencias o la celebración de los aspectos superficiales de las distintas culturas, la diversidad de la familia humana debería ser la causa de armonía y amor duraderos.
Así como la diversidad aumenta el encanto y realza la belleza del jardín, en la sociedad humana “…la diferencia refuerza la armonía, la diversidad fortalece el amor, y la multiplicidad es el más grande factor de coordinación”.
La unidad de la humanidad es el principio central y meta última de la misión de Bahá’u’lláh. La convicción de que pertenecemos a una misma familia humana se encuentra en el corazón de las enseñanzas bahá’ís. Los bahá’ís de Colombia provienen de las diversas razas y culturas que conviven en todas las regiones del país, y las acciones que emprenden están encaminadas a promover este principio vital.
Bahá’u’lláh comparó el mundo de la humanidad con el cuerpo humano. Dentro de este organismo, millones de células, diversas en función y forma, contribuyen a mantener un sistema saludable. El principio que gobierna el funcionamiento del cuerpo es la cooperación. Sus distintas partes no compiten por recursos; más bien, cada célula, desde sus inicios, está ligada a un proceso continuo de dar y recibir.
La unidad de la humanidad no implica uniformidad. Los escritos bahá’ís hacen énfasis en el principio de la unidad en diversidad. La familia humana – en toda su variedad – puede asemejarse a las flores de un jardín. A pesar de que estas flores pueden variar en tipo, color y forma, todas son “…refrescadas por las aguas de una sola fuente, son vivificadas por el soplo de una sola brisa, son vigorizadas por los rayos de un único sol”.
El proceso de transformación
Las transformaciones que habrán de conducir al establecimiento de la unidad de la humanidad forman parte de un proceso orgánico y son comparables con las que ocurren en la vida del individuo.
En los escritos bahá’ís se menciona que “…existen períodos o etapas en la vida del conjunto del mundo de la humanidad, la cual en un momento pasó a través del grado de la infancia, en otro momento por el grado de juventud, pero ahora ha entrado en su largamente presagiado período de madurez, cuyas evidencias son visibles y manifiestas en todas partes…Las generosidades y gracias del período de juventud, aunque oportunas y suficientes durante la adolescencia del mundo de la humanidad, son ahora incapaces de llenar las necesidades de su madurez”.
Sería ingenuo pensar que tales transformaciones vayan a ocurrir de manera fácil y apacible. Como ocurre en la etapa de la adolescencia en el ser humano, que es el requisito para la entrada a la etapa de su pleno desarrollo, el período presente de la humanidad podría catalogarse como turbulento, lleno de energías sin cauce y de comportamientos inconsistentes y aun rebeldes. Pero, también, es el período en el que se despierta con vigor el idealismo, en que se persiguen causas nobles, y es el período de grandes posibilidades y realizaciones.
El paso de la adolescencia a la madurez se puede entender en términos de estos dos procesos paralelos: uno de desintegración y otro de integración. Estos dos procesos paralelos son inherentes a todo cambio profundo: para que un árbol pueda surgir, la semilla debe sufrir varias transformaciones, sacrificando así su forma original; para que un ave pueda nacer, es preciso que el huevo se pudra primero y luego se rompa. En cada evento que sucede en el mundo de hoy, los dos procesos de integración y desintegración están siempre en acción. Cada individuo tiene la opción de elegir conscientemente a cuál de los dos dedica sus energías y talentos.
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